Catequesis litúrgica

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Aprendimos en la historia que Dios Hijo se presentó en la tarde, a las vísperas, para enfrentar el desorden del pecado de Adán y Eva y ordenar el caos que introdujo la serpiente Lucifer  en el jardín sagrado de Dios. Adán y Eva al escuchar a Dios, en vez de presentarse desnudos como estaban y pedir perdón por su pecado, se escondieron y trataron de tapar su desnudez con hojas de higuera. Y cuando Dios llamó a Adán y le preguntó si él había comido del árbol que le había prohibido, Adán en vez de decir que sí, reconocer su pecado y pedir perdón, hizo una cosa muy cobarde: le echó la culpa a la mujer, a Eva, y también le echó la culpa a Dios mismo porque le dijo: la mujer que “tú” me diste me dio y comí. Y cuando Dios le preguntó a la mujer por qué lo había hecho, ella tampoco aceptó su pecado y pidió perdón, sino que, igual que Adán, simplemente le echó la culpa a la serpiente. Ninguno de los dos pidió perdón reconociendo que habían hecho el mal.

Nosotros debemos evitar esta actitud de nuestros primeros padres y cada vez que nos equivocamos y pecamos, sin tardanza pedir perdón por nuestro pecado. Y para eso Dios nos dio formas específicas en que podemos pedir perdón por nuestros pecados y ser perdonados. 

Para los pecados menos graves es decir, los pecados veniales,  al principio de la misa hacemos una oración para el perdón de los pecados que se llama el “Confiteor”, o en español, el “Yo confieso”.  

En esta oración nos golpeamos tres veces el pecho. ¿Por qué?

Respuesta: porque pecamos contra Dios que es Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. 

Rezar la oración del Yo confieso o confiteor y hacer practicar los tres golpes en el pecho. 

Después de la oración del “confiteor” en la misa antigua también se hacía el “Asperges” que consistía en rociar a todos los presentes con agua bendita.

El agua bendita es símbolo de la purificación del alma de los pecados. 

Tanto con el confiteor como con el agua bendita borran el pecado venial. 

Para los pecados más graves, es decir los pecados mortales, tenemos el sacramento de la confesión. Es un saludable sacramento que nos devuelve la gracia de Dios y nos borra los pecados mortales. También los veniales por supuesto. 

En las iglesias es tradicional hacer la confesión en el confesionario que es símbolo del trono de Dios. Dios está sentado en su trono de justicia, pero en vez de condenarnos nos perdona y nos limpia. El sacerdote es otro Cristo. Por eso puede perdonar los pecados. Pero no es el sacerdote el que perdona sino que es Cristo mismo el que nos perdona a través de su ministro sagrado. Por eso al perdonar dice: Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. 

El sacerdote siempre usa una estola morada que simboliza el poder que tiene como sacerdote y el color morado simboliza la penitencia y la conversión.

El penitente, es decir el que se está confesando, como símbolo de su arrepentimiento se arrodilla. Demuestra con este gesto de su cuerpo que se humilla ante Dios y quiere ser perdonado.

Descubrimos así en el sacramento de la confesión un saludable alivio de la carga de los pecados y también el amor que Dios nos tiene, pues a pesar de nuestras faltas y pecados él siempre está dispuesto a perdonarnos si nos arrepentimos.